Colombia*
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Paramilitarismo y crisis política
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Alfonso Torres Carrillo

Eran como las seis y media de la tarde cuando reventó el traqueteo. Los páracos gritaban que había tres días de plazo para salir y al que se quedara le mochaban la cabeza.
Llegaron, se identificaron como paras y nos dijeron que desocuparamos el pueblo porque lo necesitaban. Advirtieron que si no lo hacíamos no respondían por nosotros. Que nos avisaban porque nos tenían lástima.
Y esa tarde cogieron a un muchacho y lo asesinaron. Le mocharon la cabeza con un machete, delante de la señora mía y de los niños... después lo descuartizaron, le cortaron los brazos con el machete y las piernas... después le rajaron el vientre y lo tiraron al agua...
El pasado 23 de marzo un grupo de hombres armados llegó, nos reunió en la plaza y luego de matar a cuatro personas que tildaron de colaboradores de la guerrilla, nos advirtieron que nos fuéramos cuanto antes del pueblo o de lo contrario iban a matar a todo al que encontraran cuando regresaran.

CUATRO TESTIMONIOS, cuatro sobrevivientes, una misma realidad: la intensificación durante los últimos meses de las acciones paramilitares en el Urabá, región ubicada en el noroeste de Colombia; y es que este país, con uno de los índices de violencia política más altos del mundo (30 000 por año) y con un millón y medio de desplazados en la última década, es ahora víctima del azote paramilitar que opera en 450 de sus 1 061 municipios. En el departamento de Antioquía, durante el año 1996, hubo 7 897 muertes violentas de las cuales 1 177 fueron en el Urabá; en esta región, durante el mismo año se produjeron 36 masacres con un saldo de 155 muertos; sólo en el municipio de Apartadó en 1995 fueron asesinadas 290 personas, en 1996 la cifra llegó a 379 y en los primeros 6 meses de 1997 los muertos llegaban a 250. La mayoría de estos hechos violentos ha sido llevados a cabo por los más de 2 000 paramilitares de la región pertenecientes a las Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá (AUCCA), bajo el mando de Carlos Castaño; entre julio y diciembre de 1996, esta agrupación ejecutó a más de 300 civiles y en lo que va corrido del año el número crece. En otras regiones del país como el Magdalena Medio, los Llanos orientales o Putumayo la presencia paramilitar ha dejado un saldo similar de muertos y desplazados. ¿Cómo han llegado estas fuerzas irregulares a tener tal poder de destrucción?¿ Cuales han sido sus nexos con el Estado, el Ejército y otros actores del país? ¿Cómo operan? ¿Son sólo el brazo civil de la estrategia contrainsurgente o constituyen la punta de lanza de un proyecto de la extrema derecha en alianza con el narcocapital? Este artículo busca arrojar algunos elementos para responder a estas preguntas en el marco de la actual crisis por la que atraviesa el régimen político colombiano.
LOS ANTESCEDENTES DE LA SITUACIÓN ACTUAL Aunque existen antecedentes de paramilitarismo desde la época de la Violencia de los años cincuenta, el actual surgió al inicio de la década pasada. En efecto, el gobierno conservador de ese entonces se valió de escuadrones de matones a sueldo (llamados "Pájaros") para apoyar a las fuerzas de seguridad estatal en la labores de extermino de liberales, y desde los años sesenta el ejército ha promovido la formación de grupos de civiles armados para el apoyo de tareas contrainsurgentes, amparados por la legislación expedida bajo el estado de sitio. Sin embargo, va a ser la confluencia de varios procesos y circunstancias en que se va a configurar el paramilitarismo actual. En primer lugar, el contexto de la incapacidad del estado y las Fuerzas Armadas para controlar el incremento de las luchas sociales autónomas, así como de las organizaciones y acciones insurgentes de comienzos de los ochenta; a pesar de la intensificación de las prácticas represivas inspiradas en la Doctrina de Seguridad Nacional bajo el gobierno de Turbay Ayala y bajo el llamado Estatuto de Seguridad, al final de su mandato, tanto la protesta cívica como la insurgencia armada continuaron. A esta incapacidad de garantizar el control social y el orden público se sumaron, por un lado, la accidentada política de diálogo y tregua con algunos grupos alzados en armas impulsada por el presidente Betancur desde 1982 y, por el otro, la intensificación de las denuncias contra la violación de derechos humanos por parte de los militares, las cuales sintieron limitada su capacidad de acción contraguerrillera por vías institucionales. En tercer lugar, el crecimiento del poder económico de los narcotraficantes que los había llevado a adquirir tierras en algunas de la zonas más fértiles del país (Magdalena Medio, Costa Atlántica, Llanos Orientales), donde existía presencia de organizaciones insurgentes desde décadas anteriores; los capos, ahora hechos terratenientes no estaban dispuestos a someterse a las exigencias económicas y políticas propias de las regiones controladas por los grupos rebeldes y dispusieron de sus cuantiosas fortunas para financiar fuerzas paraestatales. Además, algunos frentes guerrilleros —en particular de las FARC en el Magdalena Medio— se habían excedido en la presión económica sobre medianos y pequeños propietarios rurales a través de la contribución forzosa, el secuestro y la extorsión; ello creo una disposición de algunos campesinos para colaborar con proyectos "antisubversivos" (Magazín Dominical de El espectador, 9 de julio de 1989).

Es en este contexto en el que nace el MAS (Muerte a Secuestradores) por iniciativa de los hermanos Ochoa del Cartel de Medellín como reacción al secuestro de una de sus hermanas por parte del aquel entonces grupo insurgente M 19; el nuevo proyecto antiguerrilero recibió apoyo de otros 223 narcotraficantes, por lo cual adquirió gran capacidad ofensiva contra su principal objetivo; los presuntos colaboradores de los movimientos insurgentes. Fue en 1982, en Puerto Boyacá (municipio en el Magdalena Medio ubicado en el departamento de Boyacá) cuando nació la primera organización paramilitar; por iniciativa del capitán del ejército Oscar Echandía y con el concurso de terratenientes de la región, se le asigno como meta "limpiar junto al ejército a la región de subversión". Al comenzar el gobierno de Belisario Betancur en 1982 ya iban 240 asesinados; una investigación realizada por la Procuraduría General de la Nación al año siguiente, denunció que de 163 involucrados, cincuenta y nueve eran militares, entre ellos varios oficiales. Sin embargo, entre 1982 y 1984, por iniciativa o bajo protección de las Brigadas Militares, la acción de los paramilitares se amplió a los municipios vecinos de La Dorada, Puerto Berrío, Puerto Triunfo, Puerto Nare, Cimitarra y Puerto Salgar, cubriendo todo el medio y bajo Magdalena. Las palabras del entonces comandante de la XIV Brigada son ilustrativas: "Aquí el ejército patrocinó, auspició, fomentó con base en la ley, la creación y presencia de grupos de autodefensa que luego al llegar el narcotráfico, se convirtieron en los mal llamados grupos paramilitares".1 En efecto, el proyecto contrainsurgente se vio fortalecido por la financiación de narcotraficantes como José Gonzalo Rodríguez Gacha, quien financió la traída de mercenarios israelitas e ingleses así como la adquisición de sofisticadas armas. Con base en información de inteligencia suministrada por el Ejército, se ejecutaba sumariamente a presuntos simpatizantes de la guerrilla dentro y fuera de la región; por otro lado, en coordinación con el ejército dieron contundentes golpes a los frentes guerrilleros asentados en el Magdalena Medio desde hace más de tres décadas, logrando casi su total expulsión de la zona. A las acciones militares se sumaron otras de carácter social y político; crearon la Asociación de Campesinos y Ganaderos del Magdalena Medio (ACDEGAM), fachada legal de las autodefensas, desde la cual también desarrollaban labores de asistencia social y campañas cívico militares con el Ejército en las zonas de su influencia. Los militares y autoridades del Magdalena Medio se preciaban de ser "territorio libre de subversión". A mediados de los años ochenta, los hermanos Fidel (Alias "Rambo") y Carlos Castaño, terratenientes y narcotraficantes del departamento de Córdoba, crearon su propia estructura militar antiguerrillera, las Autodefensas campesinas de Córdoba y Urabá. Sus escuadrones ha sido responsables de varias de las masacres más notorias como la de Mejor Esquina (Córdoba) con 39 muertos y Puerto Bello (Antioquia) con 42. A fines de los años ochenta aparecieron otros grupos paramilitares como el MNR (Muerte a Revolucionarios del Nordeste), los Blancos, los Yeyes, COLSINGUE (Colombia sin Guerrilleros) y MACOGUE (Muerte a comunistas y guerrilleros), cuya actividad criminal se extendió a otras regiones como los Llanos orientales donde narcotraficantes y conocidos esmeralderos como Victor Carranza han adquirido tierras y donde las guerrillas de las FARC poseen una presencia histórica de más de tres décadas. Al finalizar la década de los noventa el balance era de 12 859 asesinatos políticos y la agudización del conflicto armado en todo el país. No estaba lejos de la verdad el ministro de Defensa Nacional de la administración Gaviria cuando afirmó en 1991: "Los grupos paramilitares son la mayor amenaza para la estabilidad institucional del país".2 Sin embargo, ni su gobierno ni el que siguió tomaron medidas para acabar con el problema. Por el contrario, la administración de Ernesto Samper, con el decidido impulso del aquel entonces Ministro de Defensa Fernando Botero (hoy detenido por enriquecimiento ilícito) dio impulso en 1994 a la creación de las Asociaciones de Seguridad Privada CONVIVIR; a pesar del debate público que se despertó por la fundada sospecha de que no serían un remedo sino un factor más de violencia, en 1995 se reglamentó su funcionamiento. En los departamentos donde más han impulsado la creación de Convivir como Antioquia, Cundinamarca y Santander, la violencia en vez de disminuir, ha crecido.
LOS MODOS DE OPERACIÓN Al comparar los testimonios con los que iniciamos este artículo, con otros aparecidos en la prensa, encontramos pistas sobre el modo de operación característico de los grupos paramilitares en las zonas donde han hecho presencia y en el cual también intervienen en la mayoría de los casos, las fuerzas armadas y las Convivir. El itinerario es casi siempre el siguiente:
  1. Primero hace presencia el ejército, la fuerza aérea y/o la naval al "teatro de operaciones" donde se presume hay presencia guerrillera o donde los insurgentes han actuado recientemente; bombardean y realizan operaciones rastrillo en las zonas rurales, arrinconando a la guerrilla y obligando a la población a refugiarse en los cascos urbanos más cercanos;
  2. Luego llegan los paramilitares y hacen el "trabajo sucio": detienen y masacran supuestos colaboradores de la guerrilla (en su mayoría pertenecientes a alguna organización cívica, campesina o sindical) cuando no a familias o comunidades enteras de "sospechosos"; en algunos casos realizan actos de barbarie como decapitar, descuartizar y castrar a los muertos, tal como en la Violencia de los cincuenta; a continuación amenazan de muerte a los demás pobladores y los obligan a huir del municipio o la zona, agravando el drama del desplazamiento; según la Revista Cambio 16 (No. 204, mayo 12 de 1997), uno de cada 4 colombianos es desplazado y cada hora cuatro familias son desterradas por la violencia; sólo en 1996 hubo en el país 181 000 desplazados.
  3. Limpiado el terreno, los terratenientes (varios de los cuales también son políticos y/o narcotraficantes) amplían sus propiedades y las repueblan con allegados y simpatizantes de la nueva alianza terrorista; por último, llegan las Convivir a garantizar "la paz y el orden". Para los especialistas en el tema estamos frente a un acelerada contrarreforma agraria en la que los narcotraficantes han adquirido más de 5 millones de hectáreas de las mejores tierras del país; sólo en Córdoba, de 850 000 hectáreas de buena tierra, 500 000 están en sus manos (El Tiempo, 9 de mayo de 1997).
Este libreto ha sido seguido casi al pie de la letra en Riosucio, Alto Baudó y Salaquí en Chocó, Carepa, Pavarandó, San Miguel y Las Mercedes en Antioquia. En alguno casos, las primeras víctimas son los propios alcaldes electos, concejales o autoridades locales, previamente "denunciados" por algunos medios como simpatizantes de la guerrilla. Pertenecer a alguna organización social, a un partido de izquierda o asumir una posición crítica o independiente frente a los paras es condenarse a muerte; sólo en el primer semestre de 1997 en el municipio de Segovia (Antioquia) han sido asesinados más de sesenta líderes cívicos y populares.
LA COMPLICACIÓN DE LAS TENDENCIAS ACTUALES El panorama de violencia parainstitucional se ha complicado por la emergencia de dos nuevas circunstancias. En primer lugar, la multiplicación de las llamadas Convivir, asociaciones de seguridad y vigilancia privadas, impulsadas por el gobierno central desde 1994 para proteger a ganaderos y terratenientes en zonas con presencia guerrillera y apoyar a las fuerzas armadas en sus labores de contrainsurgencia; poseen autorización para portar armas de alto calibre y, en la práctica, actúan de modo similar a los grupos paramilitares. Para abril de 1997 existían 381 de estas asociaciones en 21 de los departamentos del país con más de 12 000 hombres armados. En segundo lugar, la unificación de las más grandes y temidas organizaciones paramilitares del país, las Autodefensas campesinas de Córdoba y Urabá (ACCU), las Autodefensas del Magdalena Medio y las de los Llanos Orientales; reunidos en su Segunda Conferencia Nacional de Autodefensas, han decidido fusionarse bajo el nombre de Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), autodefinida como una "coordinadora nacional antiguerrillera" con capacidad de acción en todo el territorio nacional. El secuestro simultáneo de familiares de cabecillas de la guerrilla, el anuncio de su llegada a nuevas zonas del país y el reciente asesinato en Bogotá y otras ciudades capitales de reconocidos activistas de Derechos Humanos, indican la cobertura y magnitud del problema que ya se vino. Según el periódico La Jornada del 17 de agosto, en lo que va corrido del presente año, los paramilitares han dado muerte a por lo menos 103 supuestos guerrilleros en 15 matanzas que han tenido lugar en los departamentos de Antioquia, Córdoba, Atlántico, Bolívar, César, Casanare, Santander, Meta, Tolima, Caquetá y Valle. Cifras similares habría que registrar en las acciones guerrilleras contra los grupos paramilitares, dado que en 1997 los insurgentes del ELN y las FARC lanzaron una contraofensiva en las regiones donde habían perdido posiciones. El sentido que han tomado las acciones y las declaraciones públicas de los paramilitares evidencian, a nuestro juicio, un cambio de su estrategia militar y política. Por un lado, la táctica inicial de asesinar dirigentes visibles de la izquierda, de las organizaciones populares y de las poblaciones presuntamente bases de la guerrilla que caracterizó la acción paramilitar de la década de los años ochenta y comienzos de los noventa, se ha modificado, privilegiando la confrontación directa con las organizaciones insurgentes, sin abandonar la violencia contra la población civil de las zonas que buscan controlar. Además, en los últimos años se ha generalizado la táctica de retener cabecillas guerrilleros y secuestrar a sus familiares como base para negociación de secuestrados y posibles capturados de sus filas. Por otro lado, de una abierta adhesión al régimen político y a los gobiernos de turno, la crisis de gobernabilidad de la actual administración, los ha llevado a asumir una posición de distancia frente al gobierno actual, similar a la de los sectores parlamentarios de ultraderecha; el Documento de la III Cumbre Nacional de Autodefensas de Colombia así lo confirma: "El desprestigio de la administración Samper plantea una magnífica coyuntura para acrecentar nuestra labor de combatientes en la lucha antisubversiva" (revista Utopías no. 40. Santafé de Bogotá, diciembre de 1996. p 13). El sentido de la relación con las Fuerzas Armadas también ha cambiado; de una subordinación inicial a la estrategia contrainsurgente de los altos oficiales que las propiciaron y apoyaron incondicionadamente, se ha pasado a una posición no menos estrecha pero más autónoma. Es decir, el aumento de su poderío militar y económico le da más libertad de actuación no sólo frente a las guerrillas sino sobre aquellas zonas estratégicas para sus intereses bélicos o económicos, como se detallará más adelante. Esta "conciencia de autonomía" se ha expresado en sus documentos internos y en las declaraciones de sus dirigentes. En el citado documento de su III Cumbre Nacional, los paramilitares manifiestan su preocupación porque la guerrilla está cometiendo "osadas acciones cuidadosamente planeadas y apoyadas en un sólido trabajo de inteligencia", frente a las cuales el Ejército se ha quedado corto; para los líderes paramilitares, la "incapacidad operativa de las Fuerzas Armadas en razón a la presión que los organismos internacionales de derechos humanos y de otras instituciones como la Procuraduría y la Fiscalía", los coloca "a la vanguardia de la lucha" ( revisa Utopías no. 40. p 13). Por ello, concluye el documento, "es difícil confiar en cualquier mando militar... unos evaden nuestra cercanía por temor a la Procuraduría, otros simplemente nos quieren usar, pues es sabido que nosotros somos quienes ponemos el pecho en el combate y en buena parte de los operativos antiguerrilla". En una entrevista, Castaño prevé un posible distanciamiento futuro al papel jugado hasta ahora dentro de la estrategia contrainsurgente: "Después de que el ejército acabe con la guerrilla, seguimos nosotros; de eso no cabe la menor duda" (revista Semana, julio 9 de 1997). Otro giro, destacado por María Teresa Uribe3, es el aumento de la población en la iniciativa y conducción de la guerra, con la consiguiente generalización de la lógica belicista en el manejo de la regulación social. La seguridad pública, asunto del Estado, ha pasado a ser considerada asunto de particulares, de organizaciones paraestatales que parecieran más eficientes, con la consecuente deslegitmación de las instituciones estatales. El gobierno, erosionada su credibilidad por la actual crisis, ha perdido su liderazgo en una eventual iniciativa de paz; el ejército, como ya señalamos, pese al incremento de sus gastos de operación, pierde iniciativa frente a un movimiento guerrillero cada vez más poderoso militar y económicamente; ello ha contribuido a aumentar la imagen de inseguridad general y la confianza en estrategias de control y justicia privada vistas como más eficaces. La generalización de la lógica militar en la definición de conflictos y relaciones sociales, homogeniza lo territorios y empobrece el tejido social y asociativo. El impacto de la guerra sobre la sociedad civil va más allá de la pérdida de vidas y bienes o el drama del desplazamiento; aniquila liderazgos, diluye sentidos de pertenencia social y desarticula entramados sociales de larga tradición; se moleculiza lo social, facilitando el mantenimiento de sistemas de poder autoritarios. Ello se ha hecho más patente en la actual coyuntura electoral, en la cual los actores armados quieren mantener o ampliar sus áreas de influencia por medio de la presión violenta a candidatos y electores.
UNA APROXIMACIÓN INTERPRETATIVA Como ya lo han señalado diversos actores, la actual violencia en Colombia es un fenómeno que involucra diversos procesos a nivel local, regional y nacional, singulares y heterogéneos en el que se entrecruzan diversos actores y lógicas sociales; sin embargo, ello no nos debe llevar a considerarla "incomprensible" o a considerar que no es posible identificar tendencias en su desenvolvimiento. Para el caso de la violencia paramilitar, consideramos que las autodefensas dejaron de ser sólo un proyecto contrainsurgente, una expresión parainstitucional de control social y de acción militar, impulsado por algunos agentes estatales, para convertirse en un proyecto político, económico y social relativamente autónomo de carácter autoritario, en proceso de configuración. Este propósito también ha sido expresado por las Autodefensas en sus últimas "cumbres", identificándose con posiciones parlamentarias de ultraderecha que llaman a salidas "drásticas" a la crisis del país y justifican la proliferación de estas formas de seguridad y justicia privada, ante la incapacidad del gobierno para someter la insurrección. Aunque hay un identificación con el Sistema político y económico imperante, su proyecto social adquiere con mayor nitidez rasgos de un conservadurismo de extrema derecha compartido con algunas fracciones de los partidos tradicionales, en particular con élites locales y regionales que no se ven representadas por sus dirigentes nacionales y/o que buscan recuperar o mantener sus viejos feudos electorales. Frente a la reconfiguración política local y regional resultad0, ya sea de la apertura institucional que ha significado la Constitución Política de 1991, o de la presión armada de los grupos insurgentes, los viejos caciques y barones electorales han visto en el paramilitarismo una oportunidad de recuperar el poder perdido parcial o totalmente. Se configura así un proyecto político autoritario de derecha, partidario de la represión contra actores sociales y político divergentes y de salidas de fuerza a la crisis política actual. Como proyecto contrainsurgente se ha alimentado de una ideología profundamente anticomunista compartida con las Fuerzas Armadas y alimentada por los odios y rencores acumulados por campesinos que se han afectado de alguna manera por la larga presencia o acción adversa de los grupos guerrilleros. El paramilitarismo no sólo es un proyecto político; representa un mecanismo de control militar por parte de grupos económicos poderosos, en particular los ganaderos, los terratenientes, muchos de ellos también narcotraficantes o estrechamente vinculados en sus negocios. Pero el paramilitarismo no sólo protege intereses, sino que contribuye a su concentración y acumulación de bienes, tal como lo señalamos anteriormente. De este modo, a nivel económico el paramilitarismo tiene como finalidad recuperar, salvaguardar, controlar y ampliar espacios en los cuales hay o puede haber inversiones de capital, sea este ganadero, agroindustrial, minero, energético o narco. Esto se evidencia al analizar la geografía de la expansión paramilitar; no sólo están haciendo presencia allí donde hay guerrilla, sino en áreas donde se juegan grandes intereses económicos presentes o futuros: hidroeléctricas, recursos petroleros y minerales, megaproyectos como el Puerto de Urabá o el Canal interoceánico o la Represa de Urrá (revista Alternativa, nueva Epoca no.11. julio de 1997). Como proyecto social, el paramilitarismo ha buscado crear bases de apoyo institucional identificados con su proyecto; por ejemplo, en Magdalena Medio ACDEGAM y en Córdoba fundaciones de asistencia social y de redistribución de recursos entre sus bases simpatizantes. Éstas no son sólo el resultado de una presión exterior sino que en algunas zonas han encontrado un terreno social abonado por los desmanes y arbitrariedades ejercidas por algunos frentes guerrilleros. Así como es simplista negar el apoyo popular que poseen éstos en amplias regiones del país, lo sería el desconocer la simpatía que entre otros sectores de población ejerce el autoritarismo paramilitar. La crisis política actual ha ahondado la no existencia de un universo simbólico, de un proyecto cultural compartido por los diversos sectores de la "nación" colombiana; la clase dominante no ha logrado en esta coyuntura una hegemonía moral y política, sino por el contrario, coexiste con diversos modelos y proyectos de orden social. Así. el paramilitarismo —como también la guerrilla— ha conformado subsistemas sociopolíticos con capitales y aparatos militares propios, con control territorial regional y con apoyo de algunos sectores sociales. Frente a la deslegitimación creciente del Estado y la desmonopolización del uso de la violencia, se producen legitimaciones segmentadas de estos proyectos llamados por algunos autores, "paraestatales" o "parainstitucionales":4 La violencia parainstitucional no tiene por objeto la transformación de la sociedad, sino garantizar, complementar y suplementar su adecuado funcionamiento cuando el Estado no está en capacidad de hacerlo por las limitaciones que tiene en todos los órdenes. Parainstitucional en la medida en que es afín a los objetivos del ordenamiento existente y se compromete en el auxilio de la organización institucional. En fin, podemos afirmar que estamos asistiendo a la consolidación de un poderoso proyecto económico, político y social, ideológicamente ultraderechista, en el cual participan fracciones de las clases dirigentes a nivel regional y nacional, de la mafia y de las fuerzas de seguridad del Estado.5 La emergencia de dicho proyecto paraestatal es la expresión de una doble crisis de hegemonía: 1) Crisis de hegemonía del bloque tradicional en el poder frente a las clases subordinadas al no poder satisfacer, controlar o canalizar institucionalmente sus demandas; pese a la apertura institucional que significó la nueva constitución política, las consecuencias del ajuste neoliberal han agudizado los conflictos sociales; crisis de hegemonía dentro del bloque en el poder por la presencia de sectores emergentes de capitalistas provenientes del narcotráfico que no logran tener la expresión política y social que les corresponde a su poder económico y militar. Esta crisis se agudizó en los últimos años con la Guerra declarada a los grandes carteles de la droga en medio de la evidencia de su participación en la financiación de las campañas electorales de la casi totalidad de la clase política nacional. En tal sentido, coincidimos tanto con algunos especialistas en el tema como con el informe para Colombia de Americas Watch de 1996, al afirmar que el paramilitarismo en Colombia, a diferencia del de Argentina o Guatemala bajo las dictaduras, no ha sido una política centralizada y directamente coordinada desde las más altas esferas gubernamentales. Ello no exime de responsabilidad ni a aquéllas ni a éste; por un lado, la participación de diversos actores estatales (oficiales del ejército y de otras fuerzas de seguridad estatal, autoridades y funcionarios públicos ha sido mayor que la que los gobiernos están dispuestos a admitir; además, las altas esferas de poder político y militar ejercen una "complicidad estructural" al escudar y proteger a los oficiales y autoridades que cooperan con los paramilitares. En las escasas ocasiones que llegan a los tribunales son exonerados de los cargos o amparados por el "fuero militar". El caso más reciente es el del general Faruk Yannine Díaz, ampliamente reconocido como impulsor de grupos paramilitares en el Magdalena Medio y exonerado de todo cargo por el actual comandante de las Fuerzas Armadas, Manuel José Bonnet. Finalmente, el papel que ha desempeñado Estados Unidos es contradictorio. A pesar de haber apoyado abiertamente las prácticas paramilitares en diversos países latinoamericanos durante los setenta y los ochenta bajo la Doctrina de Seguridad Nacional y la Guerra de Baja Intensidad, en la actualidad su estrategia para preservar sus intereses geopolíticos sobre la región parecen ser otros. La garantía de protección de sus inversiones y políticas de ayuda ahora pasa por el monitoreo de Derechos Humanos y la denuncia de prácticas de su incumplimiento. En tal sentido, el informe del Comité de Relaciones Internacionales de la Cámara de Estados Unidos, denuncia la cooperación entre miembros del ejército y grupos paramilitares y la falta de decisión de las autoridades para detener a dirigentes del paramilitarismo como Carlos Castaño y Victor Carranza. Sin embargo, en su estrategia de lucha contra el tráfico de drogas, Estados Unidos han entregado armas y prestado asesoría para combatir la "narcoguerrilla" a varias de las brigadas militares implicadas en graves violaciones de derechos humanos y en colaboración con paramilitares. Pese a la descertificación, la ayuda militar al ejército y a la policía continúa; a modo de ejemplo, el pasado junio la plenaria de la Cámara aprobó una enmienda a la ley de certificación que permite el restablecimiento del envío de ayuda militar estadudinense por 30 millones de dólares a las Fuerzas Armadas Colombianas (El Tiempo, 13 de junio de 1997).

Es una publicación mensual del
Centro de Estudios del Movimiento Obrero y Socialista
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NOTAS
* Historiador. Profesor de la Universidad Pedagógica Nacional (Colombia) y doctorante en Estudios Latinoamericanos (FCPyS de la Universidad Nacional Autónoma de México. REGRESAR
1 Citado por Manuel Alberto Alonso en Conflicto armado y configuración regional. El caso del Magdalena Medio, Editorial Universidad de Antioquia. Medellín, 1997. p. 148. REGRESAR
2 Citado por Colombia's killer networks: The military-paramilitary patnership and the United States, Human Rights Watch. New York, 1996. p. 26. REGRESAR
3 María Teresa Uribe: "Antioquia: entre la guerra y la paz" en Utopías no. 43. Santafé de Bogotá, abril de 1997. REGRESAR
4 Carlos Medina: "La violencia parainstitucional en Colombia" en Guerrero Amado (comp). Cultura política, movimientos sociales y violencia en la historia de Colombia. Memorias de VII Congreso Nacional de Historia de Colombia. UIS. Bucaramanga, 1992. p. 446. REGRESAR
5 Hipótesis inspirada en Rodrigo Uprimny y Alfredo Vargas: "La palabra y la sangre: violencia, legalidad y guerra sucia" en Germán Palacio (comp): La irrupción del paraestado, Ilsa-Cerec. Bogotá, 1990. REGRESAR


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