Zapata
25 de noviembre
de 1911Anenecuilco Nació
jinete, arriero y domador. Cabalga deslizándose, navegando a caballo
las praderas, cuidadoso de no importunar el hondo sueño de la tierra.
Emiliano Zapata es hombre de silencios. Él dice callando. Los campesinos
de Anenecuilco, su aldea, casitas de adobe y palma seca salpicadas en
la colina, han hecho jefe a Zapata y le han entregado los papeles del
tiempo de los virreyes, para que él sepa guardarlos y defenderlos. Ese
manojo de documentos prueba que esta comunidad, aquí arraigada desde
siempre, no es intrusa en su tierra. La comunidad de Anenecuilco está
estrangulada, como todas las demás comunidades de la región mexicana
de Morelos. Cada vez hay menos islas de maíz en el océano del azúcar.
De la aldea de Tequesquitengo, condenada a morir porque sus indios libres
se negaban a convertirse en peones de cuadrilla, no queda más que la
cruz de la torre de la iglesia. Las inmensas plantaciones embisten tragando
tierras, aguas y bosques. No dejan sitio ni para enterrar a los muertos:
—Si quieren sembrar, siembren en macetas. Matones
y leguleyos se ocupan del despojo, mientras los devoradores de comunidades
escuchan conciertos en sus jardines y crían caballos de polo y perros
de exposición. Zapata, caudillo de los lugareños avasallados, entierra
los títulos virreinales bajo el piso de la iglesia de Anenecuilco y
se lanza a la pelea. Su tropa de indios, bien plantada, bien montada,
mal armada, crece al andar. |
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